miércoles, julio 03, 2013

Un navío rumbo a la luna


Me considero como uno de tantos que engruesan las filas del Ejército que alza la enseña, con heraldos y portaestandartes muy pero que muy convencidos, de que en el Pasado fuimos visitados por una o varias civilizaciones alienígenas. Mas también soy de esos que no se ceban con esta teoría para explicar absolutamente todo-todo-todo aquello que escapa de nuestro raciocinio y que es tan real como las pirámides de Gizeh. Para muchas de esas estructuras que nos dejaron nuestros antepasados y que son maravillas arquitectónicas y de ingeniería, considero que, en no pocos casos, son fruto de la tecnología humana del momento, pero que con el paso de los siglos hemos ido perdiendo tales nociones y ahora no es imposible hallar una solución lógica. Obvio es que es imposible de imaginar a los egipcios con un pico moldeando esos bloques gigantescos, pero tampoco por ello hay que dar por sentado que un simpático E. T. hiciera el trabajo duro por nosotros.

Para mi alimentar convencimiento acerca de estas visitas durante tiempos pretéritos, disfruto recrearme en fabulosas historias que brotan en mitologías de pueblos diversos a lo largo del planeta, desde carros de dioses griegos hasta tortugas voladoras en Guatemala (obviamente, platillos volantes). Y, como caído del cielo, -nunca mejor dicho y al documentarme para ese trabajo que me tiene absorbido en la actualidad el coco y que es el ensayo histórico dedicado a Hugo Pratt y la segunda guerra mundial-, me puse a leer la obra La Luna, que recoge ciertas acuarelas, dibujos y reflexiones del Maestro de Malamocco sobre nuestro querido, brillante y misterioso satélite.

Una de sus primeras historias, sobre la que no me he molestado en investigar pero que no por ello le quita encanto, es el relato de Tagtug, un sumerio que vivió allá por el 3.000 a. de C.:

“Mucho antes de Ur, en Caldea, aún mucho antes y mucho antes del Diluvio, vivíamos entre los dos ríos que cambiaron también de nombre. Después, un día, un ser mitad pez y mitad hombre vino del mar, se llamaba Oannes, nos enseñó la escritura y las ciencias. Hablaba todo el día y por la noche volvía al mar. Era más bien aburrido. Con él llegaron también el viento del Sur y un gigante que siempre tenía la cabeza en las nubes. Nos hablaron muchísimo y nos adormecían con sus discursos pero, por respeto, manteníamos los ojos abiertos de par en par.

Esos seres superiores se llamaban Abgal o Apkallu, los grandes sabios, y discutían de cálculos matemáticos con nuestro rey Shakkanakkum. Esos sabios, llamados también Sibbit, eran en total siete hermanos: Gallú lo sabía todo del oro; Etemu conocía las estrellas; Uttuk estudiaba la magia de los números; Lamastú, la del fuego; Lilú los metales; Pazuzu los vientos y Dagan las aguas.

Un día hablaron más que de costumbre y decidieron construir un gran navío para alcanzar la luna, y les propusimos nuestra ayuda, con la esperanza de que se fueran y nos dejaran en paz. Cocimos gran cantidad de ladrillos y los transportamos sobre la colina de la luna, en Sennaar, cerca de Bab-lli, y Lamastú estaba muy contento porque había encontrado mucho alquitrán.

Los siete trabajaron con el mayor secreto y por fin, cuando estuvo listo el navío, hubo un enorme fuego y zarpó, con un gran ruido de trueno, dejándonos la gran torre de la confusión que se había construido para el lanzamiento. Aún hoy día, cuando miro la torre de varios pisos que nos dejaron, totalmente quemada por el gran incendio, pienso: “Menos mal que se fueron”, y me pregunto si el dios de la Luna ha tenido tanta paciencia con esos charlatanes como nosotros.”

Sin duda alguna es una bella historia, además de divertida. 

Ese navío no debía ser muy diferente a esos cohetes que se lanzaban desde Cabo Cañaveral... Fuego, ruido y torre incluidas...

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